miércoles, 29 de noviembre de 2017

Pensamiento


Pienso al pensamiento como una gran biblioteca, con un bibliotecario excedido de tareas… En la mesa de entrada le llegan decenas de carpetas por minuto, que debe ir archivando ordenadamente en esas grandes estanterías repletas de colecciones temáticas. Mientras en la mesa de salida lo requieren, reclamándole por un nuevo informe actualizado que debe presentar con celeridad. 

El bibliotecario trata entonces de apurar sus tareas sin cometer esos errores que luego le supondrían horas extra de trabajo y en el peor de los casos harían peligrar la organización de toda la biblioteca y de sus registros.

Organiza el informe combinando contenidos de diferentes fuentes y logra entregarlo a tiempo… para lo cual debió de hacer uso de sus facultades imaginativas creando un nuevo material que muchas veces guarda muy poca relación con las fuentes originales.

En el tiempo que le llevó esta entrega, nuevas carpetas se fueron acumulando en la mesa de entrada para ser archivadas. Es un trabajo arduo y estresante. Por suerte por las noches tiene más tiempo de organizar esos materiales que durante el día fue ordenando a las apuradas, ya que es entonces cuando disminuyen los reclamos de la mesa de salida. Se ocupa así de la reorganización de la biblioteca, para hacerla más efectiva a las exigencias que estima le irán surgiendo en los siguientes días.

Cuando llega un pedido de informe a estas horas, aprovecha para hacer bromas y armar un collage de contenidos absurdos (que si luego llegan a la mesa de entrada va a descartar por su incoherencia, o a jugar al detective buscándoles un sentido oculto).


El pulmón verde del lugar es un pequeño patio, sin material de archivar, sin fichas ni carpetas para organizar… allí va el trabajador a tomar unos minutos de descanso para renovar sus energías. Cierra un rato los ojos, respira aire fresco, se abandona unos instantes a la meditación trascendental.

Es el único lugar en donde sabe que no llega su compañero de biblioteca… ese que nunca llegó a ver pero que descubrió una vez que no encontraba ciertos libros. Le habían llamado la atención unos cambios en la disposición de unas carpetas. Desde ese episodio agudizó su atención y fue notando cada vez con más frecuencia y certeza las actividades de una presencia escurridiza, que realizaba leves cambios por el lugar, sin un propósito aparente y resultando en una molestia considerable… ¿un loco?, ¿un boicoteador?, ¿un niño bromista?

Ciertamente no estaba solo por allí. Alguien le desordenaba y hasta alteraba los registros, y se escondía para no ser detectado. Esos cambios parecían ser azarosos en un principio, pero de a ratos, incentivado su instinto de detective, se le despierta la sospecha de que el intruso podría estar tratando de comunicarle algo: una especie de mensaje cifrado.



Con el tiempo se fue acostumbrando a esa presencia extraña que antes alteraba sus nervios y lo ponía en situación de alerta constante. Para evadir ese malestar solía contemplar la siguiente hipótesis surrealista: la firmeza y solidez de la biblioteca sería totalmente ilusoria. Sus estanterías no serían placas de madera y de metal sino que serían unos moluscos vivos y babosos… los archivos tampoco serían libros cerrados sino unas especies de algas movedizas que intercambian salivas, mucosidades y material genético entre ellas, en un ambiente acuoso que late con el pulso de múltiples y gelatinosas formas de vida.






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